Por: Sofía Guzmán
En Centroamérica, la trata de personas no es una historia aislada ni excepcional: es una violencia estructural que se enraíza en la vida cotidiana de miles de mujeres y niñas. Es, como señalan diversos informes sobre violencia de género en la región, una forma contemporánea de esclavitud que se disfraza de oportunidad, amor o salvación, y que tiene como eje la explotación sistemática de los cuerpos feminizados. Desde una mirada feminista, hablar de trata de personas es hablar de patriarcado, pobreza, colonialismo y de una sociedad que todavía tolera que el deseo, el trabajo y la vida de las mujeres sean objetos negociables.
La trata de personas implica la captación, transporte y retención de personas con fines de explotación, ya sea sexual, laboral, servidumbre, matrimonio forzado o mendicidad. No obstante, este marco legal se queda corto si no se reconoce el contexto estructural: en Centroamérica, la desigualdad, la violencia generalizada y el desplazamiento forzado conforman un entorno donde mujeres, niñas y adolescentes se encuentran entre las más vulnerables y desprotegidas. De hecho, según el estudio “Violencia y Trata de Personas en Centroamérica” la violencia sexual y la explotación están fuertemente vinculadas con la impunidad estructural, la falta de acceso a justicia y la pobreza persistente en la región.
Los métodos de captación rara vez implican violencia directa desde el inicio. Muchos comienzan con la promesa de una vida mejor: ofertas de trabajo, relaciones afectivas o asistencia para migrar. Redes criminales se infiltran en los espacios íntimos mediante redes sociales, mensajería o incluso vínculos familiares. Según dicho informe, las formas de reclutamiento suelen explotar las condiciones económicas precarias y las aspiraciones de movilidad social de mujeres jóvenes, lo que permite manipularlas sin necesidad de coerción física inmediata (p. 68).
El feminismo aporta una clave central para comprender este crimen: la trata de mujeres está intrínsecamente vinculada al sistema patriarcal que históricamente ha cosificado nuestrxs cuerpos. La demanda masculina por servicios sexuales y los estereotipos que asocian a las mujeres empobrecidas con disponibilidad sexual son componentes esenciales de esta estructura. El estudio señala que “el cuerpo de las mujeres se convierte en un campo de batalla donde confluyen múltiples formas de violencia” (p. 72), y que la explotación sexual es perpetuada por sistemas que fallan en garantizar protección real y justicia efectiva.
Aunque la mayoría de los países centroamericanos cuentan con leyes que tipifican la trata como delito, la impunidad es abrumadora. La falta de investigación adecuada, la revictimización en procesos judiciales y la escasa inversión en recuperación integral de las víctimas son señaladas según el estudio de Save the Children como fallos sistemáticos (pp. 85-86). Muchas mujeres liberadas del sistema de trata enfrentan abandono institucional, estigmatización social y carencia de medios para rehacer sus vidas.
En contextos como Guatemala, Nicaragua y El Salvador, la migración forzada, la violencia de género y la criminalización de la pobreza actúan como factores de riesgo. El informe documenta casos de reclutamiento de niñas por pandillas desde los 11 años para fines de explotación sexual (p. 74), así como los abusos sexuales sistemáticos en rutas migratorias, incluyendo la zona del Darién, donde mujeres centroamericanas enfrentan múltiples agresiones sin ningún tipo de protección estatal.
Una mirada feminista también implica poner el foco en las sobrevivientes. Ellas no son solo víctimas: son agentes de resistencia. En redes de apoyo comunitario, organizaciones feministas y casas refugio, muchas impulsan procesos de sanación y lucha por sus derechos. En la misma investigación se enfatiza la necesidad de políticas públicas con enfoque de género, inversión social sostenida y justicia transformadora que no sólo castigue, sino repare (pp. 90-91).
La trata de personas es una forma de violencia basada en género. Requiere respuestas desde los derechos humanos, el feminismo y la ética del cuidado. Exige preguntarnos no por qué una mujer cayó en la trata, sino qué estructuras la empujaron. Exige abandonar la culpa individual y abrazar la empatía colectiva. Porque ninguna mujer nace para ser explotada, y todas merecen una vida libre, plena y autónoma.
El llamado es a mirar de frente una realidad que se oculta entre silencios, estadísticas y fronteras, y comprometernos a construir un mundo donde ninguna mujer sea tratada como mercancía. Porque la libertad no se mendiga. Se defiende. Y se hace colectiva.